José Vicente Pascual González - Blog
30/09/2010
“El ‘yo’ ha dejado de ser una experiencia íntima” con las nuevas tecnologías.
“Internet ha potenciado la expresión autobiográfica”. Así lo afirmó en la Universidad de Navarra Anna Caballé, profesora de Literatura Española y responsable de la Unidad de Estudios Autobiográficos de la Universidad de Barcelona. Asimismo, destacó que “gracias a las nuevas tecnologías y a las redes sociales, el sujeto autobiográfico posee en la actualidad un componente muy público”, a lo que añadió que “el ‘yo’ ha dejado de ser una experiencia íntima para convertirse en una carta de presentación”.
Uno lee estas cosas y de inmediato le acuden dos preguntas a las entendederas: en qué mundo vive uno, sin enterarse de avances tan jugosos en el ámbito de los estudios psicosociales; y cómo es posible que fenómenos de tal calibre (la disolución/superación del yo íntimo en el apogeo tecnológico de las redes sociales, cuando se dudaba incluso de que tal yo íntimo tuviese suficiente entidad y capacidad agente como para siquiera expresarse en lo más aburrido de un partido de fútbol de segunda división), se produzcan así como así, apenas sin anunciarse, como la primavera que llega y da la impresión, siempre, de que va a quedarse eternamente instalada en nuestras vidas que despabilan tras el invierno.
No quiero ni pretendo poner en cuestión la autoridad de la doctora Caballé en asuntos tan complejos que incluso pudieran derivar en lo abstruso, pero la cuestión tiene su importancia. El “yo”, como sustrato necesario e insustituible del individuo, es en consecuencia, al mismo tiempo, receptor y catalizador de todos los valores establecidos, fijados y racionalmente desarrollados en las coordenadas que señalan el “estado de civilización”. Conjeturar sobre la cesión de atributos de ese yo esencial, en favor del yo público que se expresa en Internet, requiere (al menos debería), el aporte de una serie de precisiones insoslayables. La primera de ellas. ¿A qué “yo íntimo” se refiere la experta cuando lo reduce a la categoría de expresión autobiográfica en la red?
Quizás se refiera al yo/ego que psicólogos, psicoanalistas y neurólogos llevan un par de siglos indagando, sin haberse puesto de acuerdo todavía en cuáles son sus factores reales de enraizamiento en la percepción natural que todo ser tiene de sí mismo, así como, por afinidad “intuida”, sobre el conjunto de seres, pensantes o no, que conforman la realidad cognoscible, lo que los filósofos llevan tanto tiempo denominando “fenómeno”. Y de ahí a la conciencia como alusión perpetua que nos sugiere la pertenencia del yo a un “suprayo” que se sospecha estrechamente vinculado con el fondo indiferenciado de cuanto existe, sea manifestado (fenómeno), o no manifestado, es decir, pertenezca a los ámbitos, por decirlo de esta manera, del “más allá de las cosas”. Ese yo profundo, cognitivo respecto a sí mismo y el mundo, actúa con eficiente autonomía respecto al individuo, otorgándole la virtud de “conocer” y la desventaja de “saberse pero no comprenderse del todo” en el laberinto de impresiones, unas fácticas y otras de carácter espiritual, que conforman la realidad más recóndita del ser humano. No parece razonable que sea a ese “yo” al que se refiere la señora Caballé. Demasiado azúcar para tan poco café con leche como cabe en una red social.
Si hablamos del “yo social”, puede que nos aproximemos más a lo que se pretende exponer en estas conclusiones sobre la irrupción de las nuevas tecnologías en el propio concepto de individualidad percibida como fenómeno único. El problema estaría entonces, sin embargo, en que no habría gran cosa que “vender” a la publicidad de los medios virtuales. Sería, por poner un ejemplo clásico, como si el más depravado de los libertinos o el más diligente banquero intentase vender su alma al diablo. La baratura de la mercancía hace innecesaria la transacción. El yo social del individuo contemporáneo, generalmente considerado, sufre una degradación, o por mejor expresarlo, una desorientación de tal magnitud que reinventarlo a través de las redes sociales parece tarea tan sencilla, y tan obvia, que el descubrimiento carecería de relevancia y, desde luego, no merecería ser materia de estudio en unas jornadas universitarias como las celebradas días atrás en Navarra.
Por último, es posible y no creo que descabellado suponer que la doctora Caballé, cuando habla del “yo íntimo”, se está refiriendo al yo privado, es decir, al individuo protegido por la confidencialidad de su vida y actos a que todo ciudadano tiene derecho. En tal caso, no estaríamos hablando de un cambio sustancial en la conceptualización de dicho yo, sino en una galana cesión que una serie de insensatos hacen de su privacidad, confiándola a la turbamulta expresiva de medios digitales donde el yo privado deja de ser agredido por la presión y capacidad intromisora de poderes superiores (el Estado sobre todo, aunque no exclusivamente), para diluirse afónico en un guirigay virtual donde todo el mundo tiene el derecho a expresarse, de hecho todo el mundo se expresa y, por eso mismo, nadie hace caso a nadie.
Como última reflexión sobre las supuestas ventajas de ciertas aplicaciones de las nuevas tecnologías en la exposición pública y genuina del yo, parece obligatorio recordar, tanto a la doctora Caballé como a quienes compartan su punto de vista, que la supuesta “potenciación de la expresión biográfica” en Internet, es un camelo en el que han dejado de creer, hace mucho tiempo, todos quienes tienen cierta experiencia en el manejo de navegadores, páginas web, foros, redes sociales, chats y demás ingenios propios de esta modernidad de la tarifa plana. Cualquier frecuentador de estos servicios sabe que los usuarios, por norma (y ciertamente por cautela, además de otros motivos menos confesables), mienten como respiran en dichos sites. No dicen una verdad ni al médico que los atiende on-line. Una cosa es contar y trazar los perfiles de la propia biografía, la que en verdad nos define como individuos reales, y otra inventarse un yo virtual que figure con aceptable éxito en los espacios, también virtuales, de las redes sociales. Desde que Gaspar Llamazares, por aquel entonces coordinador de Izquierda Unida, dio unos azotes al rey de España en sus no menos reales posaderas, suceso acontecido en Second Life, hasta el gato de mi vecina sabe que en Internet puede suceder de todo, y que nada de lo que sucede es real. Y si pasa de verdad algo verdadero, no tiene importancia. Las autobiografías narradas en Internet son tan ciertas y por tanto merecedoras de atención, estudio, trazado de perfiles estadísticos y obtención de patrones fiables sobre la conducta, como el aspecto físico de una estrella de Hollywood después de pasar siete veces por la clínica de cirugía plástica. Con una gran ventaja, desde luego: en Internet, conseguir una imagen física más que notable es completamente gratis; sólo se necesita el Photoshop, una fotografía de George Clooney o Nicole Kidmam y un poco de credulidad por parte del respetable. Y de eso mismo, credulidad, hay a espuertas, dentro y fuera de Internet.
José Vicente Pascual González - Palermo del cuchillo
jueves, 30 de septiembre de 2010
martes, 28 de septiembre de 2010
José Vicente Pascual González - Toledanas
Se estropearon las cañerías, qué contrariedad. El desagüe de la lavadora goteaba en la cocina y, lo peor del caso, inundaba el techo de la vecina de abajo. Como la vecina de abajo es mi casera, se dio mucha prisa en avisar a la empresa que repara estos contratiempos domésticos.
Llegaron unos fornidos obreros, levantaron la baldosa grande que sella el albañal e introdujeron una goma conectada a un succionador para desatascar las tuberías del edificio. Aquel ingenio empezó a remover depósitos solidificados de materia que en origen era líquida –o medio líquida -, como restos de detergente hechos cuajarones de color azul, o manojos de pelo, tal cual si en casa nos arrancásemos los cabellos a tirones en vez de peinarnos. Sacaba papel higiénico como bolas de navidad, colillas, compresas, pañuelos, hilo dental, borra y fibra textil y algún botón de alguna prenda engullido por la lavadora. Sacaba restos de arena que, nos explicó el técnico, filtraban de la instalación antigua y acabaron por obturar las conducciones.
Con una llave de fontanero en la mano, a modo de puntero láser, nos indicaba el recorrido original de las cañerías y el punto donde se unían con la nueva instalación. Imaginé las paredes, los zócalos de la casa, los suelos sobre los que chancleteo a diario, habitados en lo subterráneo por aquella palpitación de deshechos orgánicos, siempre fluyendo, siempre fermentando como una plaga invisible que acompaña durante toda la vida, sin la que no podríamos vivir. Examinaba el técnico la materia desatrancada, y de la excreción deducía costumbres domiciliarias con mucho tino, algunas de ellas reprobables como la de arrojar colillas al inodoro. Convertido en detective de la inmundicia, me apabulló con la verdad:
-Si siguen echando colillas al váter y usando papel higiénico de doble capa, las cañerías volverán a atascarse.
Cuando se marchó, un olor putrefacto a materia fecal inundaba la calle. Pasaron dos niños corriendo, alborozados:
-¡Huele a mierda!
No tuve que pensarlo dos veces porque el verano siempre me pone filosófico. Los críos tenían razón: la verdad pura siempre es una misma mierda.
Llegaron unos fornidos obreros, levantaron la baldosa grande que sella el albañal e introdujeron una goma conectada a un succionador para desatascar las tuberías del edificio. Aquel ingenio empezó a remover depósitos solidificados de materia que en origen era líquida –o medio líquida -, como restos de detergente hechos cuajarones de color azul, o manojos de pelo, tal cual si en casa nos arrancásemos los cabellos a tirones en vez de peinarnos. Sacaba papel higiénico como bolas de navidad, colillas, compresas, pañuelos, hilo dental, borra y fibra textil y algún botón de alguna prenda engullido por la lavadora. Sacaba restos de arena que, nos explicó el técnico, filtraban de la instalación antigua y acabaron por obturar las conducciones.
Con una llave de fontanero en la mano, a modo de puntero láser, nos indicaba el recorrido original de las cañerías y el punto donde se unían con la nueva instalación. Imaginé las paredes, los zócalos de la casa, los suelos sobre los que chancleteo a diario, habitados en lo subterráneo por aquella palpitación de deshechos orgánicos, siempre fluyendo, siempre fermentando como una plaga invisible que acompaña durante toda la vida, sin la que no podríamos vivir. Examinaba el técnico la materia desatrancada, y de la excreción deducía costumbres domiciliarias con mucho tino, algunas de ellas reprobables como la de arrojar colillas al inodoro. Convertido en detective de la inmundicia, me apabulló con la verdad:
-Si siguen echando colillas al váter y usando papel higiénico de doble capa, las cañerías volverán a atascarse.
Cuando se marchó, un olor putrefacto a materia fecal inundaba la calle. Pasaron dos niños corriendo, alborozados:
-¡Huele a mierda!
No tuve que pensarlo dos veces porque el verano siempre me pone filosófico. Los críos tenían razón: la verdad pura siempre es una misma mierda.
lunes, 27 de septiembre de 2010
José Vicente Pascual González - Entrevista con Fernández Toxo
José Vicente Pascual González - blog de.
Autor de la entrevista:Carlos Fonseca.
Medio: El Confidencial
Fecha: 27/09/10
Está cansado. Nos convoca en la sede del sindicato la tarde del pasado viernes, en un alto de su periplo por toda España para explicar a los trabajadores cómo les afecta la reforma laboral del Gobierno y las razones de la huelga general del próximo miércoles 29. Dice que el Gobierno está haciendo todo lo posible para que la gente no secunde el paro, y afirma tajante que el presidente Rodríguez Zapatero está haciendo una política de derechas a la que le ha conducido el sector más conservador del Gobierno. Ahora le toca el turno a la reforma de las pensiones, pero prefiere no adelantar si convocarán otra huelga general en caso de que el Ejecutivo la haga sin consenso.
Pregunta: La gente es muy crítica con la reforma laboral, pero yo no percibo ambiente de huelga, sino de resignación.
Respuesta: Había mucha más resignación en julio que la que hay ahora, a pesar de que el Gobierno está diciendo: “oye, total, esto está aprobado, váis a perder un día de salario y no váis a conseguir nada”. Comparto con usted que es superior el sentimiento de rechazo que la voluntad decidida de ir a la huelga, aunque va por sectores, pero creo que hay un antes y después del acto que hicimos en Vistalegre. La gente se reconoció y reconoció que tenía capacidad para cambiar las cosas. Aún así, es evidente que hay gente que dice que la huelga no va a servir de nada; gente que cree que puede ser el desencadenante de la llegada de la derecha al Gobierno, y esto también se cultiva, y gente que directamente no está de acuerdo con nosotros y, aunque esté en desacuerdo con la reforma laboral, nos va a castigar. Pese a todo, creo que va a ser una huelga importante, y que el test fundamental lo tendremos en las manifestaciones. Como siempre, se discutirán las cifras de la huelga, y si la huelga cuaja, como espero, se dirá que ha sido por la acción de los piquetes, o porque el Gobierno ha cooperado con unos servicios mínimos ridículos, como dice la CEOE.
P: ¿No han sido demasiado condescendientes con el Gobierno? ¿No ha habido antes motivos suficientes para la huelga?
R: Creo que hay una parte, no toda, de la opinión publicada que sostiene esa tesis y la ha trasladado a una parte importante de la opinión pública; pero me he encontrado muy pocas reflexiones de ese tipo entre los trabajadores. Hay quien confunde rigor, propuesta y responsabilidad en medio de la crisis más dura de la historia más reciente de nuestro país con sumisión, con seguidismo al Gobierno. Hicimos una apuesta por el diálogo social que salió sólo en parte, pero que mejoró la red de protección social. Tratamos de impulsar medidas de dinamización de la actividad económica, y el Gobierno apuntó inicialmente en esa dirección, pero cometió dos errores de bulto: no reconocer lo que se le venía encima, y diseñar todas las medidas como si la crisis se fuera a superar en seis meses. Yo estaba convencido de que con una huelga general no resolvíamos los problemas, aunque a lo mejor se lo resolvíamos a alguien, y lo dijimos. Estamos perdiendo muchísimo empleo, y esta situación no puede derivar, además, en pérdida de derechos laborales y en calidad del sistema de protección social. El comportamiento de los sindicatos no tiene nada que ver con el color del Gobierno. Tenemos más que acreditada la autonomía y la independencia.
P: Zapatero dice que no va a modificar la reforma laboral aunque la huelga general sea un éxito.
R: Lo extraño sería que dijera lo contrario. A veces podía callar y no tener que rectificar tanto, porque se está conviertiendo en un experto en rectificaciones. Haría bien en mirar hacia atrás y verse en el espejo de Felipe Gónzález y deJosé María Aznar, que dijeron cosas muy parecidas: que lo hacían por el país, que era lo único que se podía hacer, y que la contestación no iba a servir de nada. González tardó una semana en retirar el plan de empleo juvenil. A Aznar le costó un poco más. Tuvimos que hacer una gran manifestación después de la huelga general del 20 de junio de 2002. Entonces cambió el Gobierno y cambió la reforma. Que Zapatero no cometa el mismo error. España necesita reformas, pero no están en el campo de las relaciones laborales, y si lo están es para mejorar la situación y la calidad del empleo. Si el empleo dependiese de las leyes laborales sería incomprensible que Navarra, La Rioja, Aragón, el País Vasco y unas cuantas comunidades más tengan la mitad de la tasa media de paro del país, y quince puntos menos que en Andalucía y Canarias. La solución no está en las leyes laborales.
P: ¿Cómo explica el giro a la derecha de Zapatero?
R: Es una suma de varios elementos; desde el ataque de pánico de aquella noche del 7 de mayo con los mercados financieros que vieron el filón de Grecia y a la Unión Europea en retirada, que acudió tarde al rescate de la economía griega, y que piensa que se puede dar la misma situación en España, Portugal, Irlanda y Gran Bretaña. A los gobiernos les entra el pánico y deciden que hay que darle la vuelta al enfoque de las políticas anticrisis, y de la recuperaación del empleo pasamos a la reducción del déficit, que hay que hacerlo, pero acomodándolo a las necesidades reales de la economía española. Los gobiernos de derecha de gran parte de la Unión Europea están imponiento la tesis de que Europa no puede competir en un mundo de economía globalizada sosteniendo democracia y Estado de bienestar. Esa presión está actuando, junto con la de los mercados financiero, pero hay dos cosas en las que el Gobierno no pude escudarse: la Seguridad Social y las leyes laborales, que no son de dominio comunitario. Son iniciativas que ya estaban en los sectores más conservadores del Gobierno.
P: ¿A quién se refiere cuando habla de los sectores más conservadores del Gobierno?
R: Fundamentalmente al área económica.
P: ¿Con la vicepresidenta Elena Salgado a la cabeza?
R: El responsable máximo es el presidente del Gobierno, porque si él hubiese querido tomar otra decisión podría haberlo hecho. El área económica ya estaba reclamando medidas de este tipo desde hace tiempo, lo que ocurre es que entonces eran minoría. El pánico que generaron los mercados financieros les hace mayoritarios. Vienen de la reunión del Ecofin convertidos al credo ultraliberal y provocan la conversión que se ha producido en el presidente, que ahora parece ser el paladín del liberalismo, contando la buena nueva en Nueva York, en Oslo y en cualquier sitio donde le pongan un micrófono
P: ¿Convocarán otra huelga general si el presidente Zapatero reforma las pensiones?
R: Prefiero no hablar de nuevas convocatorias de huelga general. No tengo ningún interés en que este país entre en un dinámica a la griega. Primero vamos a ganar ésta, porque estoy convencido de que si es un éxito de participación derivará en un éxito de resultados. La huelga tiene también un carácter preventivo, para evitar que en materia de pensiones entremos en esa senda de reforma sin consenso y actuando sólo sobre el gasto.
P: En Francia llevan dos huelgas en dos semanas, y cuatro en lo que va de año, porque el Gobierno pretende que se jubilen a los 62 años en lugar de a los 60 actuales.
R: Estoy radicalmente en contra de que de forma generalizada y de manera obligatoria se retrase la edad de jubilación, porque es injusto e innecesario. Tenemos dos diferencias básicas con Francia en este tema. La primera es que ellos plantean retrasar la edad de jubilación de los 60 a los 62, y el Gobierno español de los 65 a los 67. La segunda es que allí el partido socialista votó en contra y aquí, en cambio, es su único soporte, salvo que lo hayan acordado estos últimos días con el PNV. Todo el arco parlamentario ha dicho que está en contra del retraso obligatorio de la edad de jubilación. Los grupos parlamentarios saben que tenemos un instrumento que no tienen en otros estados, que es el Pacto de Toledo, y convendría que el Gobierno no lo dinamite, porque ha rendido grandes beneficios. En 15 años tendrá que pagar el doble de pensiones que ahora y, además, durante más tiempo, porque hay una mayor esperanza de vida. ¿Queremos pagar mejores pensiones? ¿Podemos permitírnoslo? Yo creo que sí, o al menos merece la pena intentarlo. Tenemos tres millones de pensionistas y jubilados que cobran pensiones por debajo de los 500, y la pensión media en España está en 886 euros.
P: ¿Dígame cómo?
R: Necesitamos mejorar la calidad del empleo. ¿Por qué no hacemos una apuesta por incrementar cada año, cuando salgamos de la crisis, la tasa de actividad femenina en un punto? ¿Por qué no hacemos una apuesta por reducir, de verdad, la brecha salarias entre hombres y mujeres?, ¿Por qué el salario mínimo interprofesional no se va acomodando, como se ha prometido, a la situación real de la economía española? No tenemos tanta diferencia con Francia en materia de productividad y allí el salario mínimo interprofesional era de 1.250 euros el año pasado. Nosotros no llegamos a 700. ¿Por qué no hacemos una apuesta por reducir dráticamente la temporalidad en nuestro país?, que además de los problemas que genera a la gente, sobre todo a los más jóvenes, es una ruina para la Seguridad Social por las cotizaciones discontínuas. Ahí es donde están de verdad los elementos sobre los que hay que actuar, además de separar las fuentes de financiación definitivamente, o pagar los gastos generales de la Seguridad Social con impuestos y no con cuotas.
P: Los bancos se estarán frotando las manos por lo que puede suponer de fomento de los planes privados de pensiones.
R: No sé si es una estrategia del Gobierno, pero hay sectores económicos en el país a los que les gustaría que la previsión social, la protección en materia de vejez, pasara también por la vía del seguro privado. La apuesta ultraliberal es pagar pensiones mínimas, a modo de beneficencia, y que luego, quien pueda, se pague un plan privado para complementar la pensión pública. Ya nos intentaron colocar esta idea en 1995, cuando vaticinaron que la Seguridad Social estaría poco menos que en quiebra en el 2000. Bueno, pues estamos en 2010 y tenemos un fondo de reserva de 65.000 millones. Es cierto que no podemos quedarnos mirando, que tenemos que seguir haciendo cosas, pero desde el consenso y la dirección adecuada.
P: Menudo papelón el de Celestino Corbacho.
R: Cuando le trajeron al ministerio venía precedido de una cierta aureola en el tema de la inmigración, pero llegó justo cuando la inmigración dejaba de ser, si lo era en aquel momento, un problema, y se encontró con una destrucción masiva de empleo. No se si le ha faltado iniciativa o le han dado poca autonomía, pero la impronta de las políticas laborales no las ha marcado él. Estoy convencido de que si pudiera dar marcha atrás no hubiera aceptado ser ministro.
P: ¿Qué le parece que el Gobierno defienda el derecho al trabajo para quienes quieran ir a trabajar el día 29, pero al día siguiente no pueda garantizar ese derecho a los cuatro millones largos de parados?
R: Hay quien se acuerda del derecho al trabajo cuando hay una convocatoria de huelga. Lo hace Salgado, lo hace Díaz Ferrán que, por cierto, no paga los salarios a sus trabajadores cuando trabajan. Tampoco les pagan a los mineros de empresas de León y Asturias, algunas de las cuales son propiedad del presidente de la patronal minera. Se están malacostumbrando. La obligación de un Gobierno es intentar asegurar el derecho al trabajo todos los días del año, y esforzarse para que quien ha perdido el empleo o no encuentra el primero lo encuentre y pueda trazar su proyecto de vida.
P: ¿La política de Zapatero es de derechas?
R: Sí. Está haciendo un seguimiento acrítico de las políticas económicas de la Unión Europea (UE) que, además, ha trasladado a las políticas laborales y pretende hacerlo a la reforma de las pensiones. Lo menos que puede hacer un Gobierno que se reclama de izquierda es levantar la voz y decir que hay otra forma alternativa de hacer las cosas. Está haciendo una política claramente liberal conservadora como la de Sarkozy en Francia o Merkel en Alemania.
P: ¿No le resulta descorazonador la respuesta del resto de formaciones políticas, que dicen que no les gusta la reforma pero han permitido que salga adelante con su abstención en el Congreso, como es el caso del PNV y de CiU?
R: La reforma laboral ha salido adelante con los votos únicos del PSOE, lo que refleja su soledad, pero también porque se lo han permitido el PNV Y CiU, que son nacionalistas, pero primero son de derechas.
P: El Gobierno va a evitar el anticipo electoral con el apoyo a los presupuestos precisamente del PNV.
R: Los presupuestos para 2011 son un canto a la resignación, son los presupuestos que van a retrasar la salida de España de la crisis y que van a consolidar una situación de desempleo por encima del 20% por un periodo largo de tiempo. Más allá de algún maquillaje en el IRPF, el Gobierno ha renunciado a buscar los recursos allí donde tienen que aparecer. Primero movilizando a la banca para que el ahorro privado se transfiera a la economía real, ¿por qué de qué nos sirve entonces la reforma de las cajas? La economia sumergida tiene que aflorar y hay que iniciar una batalla contra el fraude fiscal; dotar de medios a la Inspección de Hacienda para que rinda beneficios al resto del país en un periodo corto de tiempo; recuperar el Impuesto de Patrimonio, o el de Sucesiones y Donaciones, o la potencia recaudatoria del Impuesto de Sociedades, que no han caído tanto los beneficios empresarias en España en la crisis como la recaudación fiscal asociada al excedente empresarial.
P: ¿Cuál es la propuesta sindical para salir de la crisis?
R: Las cuatro prioridades son reducir el déficit, protección a las personas, actividad económica para crear empleo, y transformación del modelo económico. Es un problema de recursos, de eficacia en su utilización y de buscar otros nuevos, que están en la política fiscal. Nuestro país necesita una reforma fiscal importante, que no es el marginal del IRPF, sino figuras con mucho más potencia recaudatorio: es la lucha contra el fraude, son las SICAV, es la economía sumergida.
Autor de la entrevista:Carlos Fonseca.
Medio: El Confidencial
Fecha: 27/09/10
Está cansado. Nos convoca en la sede del sindicato la tarde del pasado viernes, en un alto de su periplo por toda España para explicar a los trabajadores cómo les afecta la reforma laboral del Gobierno y las razones de la huelga general del próximo miércoles 29. Dice que el Gobierno está haciendo todo lo posible para que la gente no secunde el paro, y afirma tajante que el presidente Rodríguez Zapatero está haciendo una política de derechas a la que le ha conducido el sector más conservador del Gobierno. Ahora le toca el turno a la reforma de las pensiones, pero prefiere no adelantar si convocarán otra huelga general en caso de que el Ejecutivo la haga sin consenso.
Pregunta: La gente es muy crítica con la reforma laboral, pero yo no percibo ambiente de huelga, sino de resignación.
Respuesta: Había mucha más resignación en julio que la que hay ahora, a pesar de que el Gobierno está diciendo: “oye, total, esto está aprobado, váis a perder un día de salario y no váis a conseguir nada”. Comparto con usted que es superior el sentimiento de rechazo que la voluntad decidida de ir a la huelga, aunque va por sectores, pero creo que hay un antes y después del acto que hicimos en Vistalegre. La gente se reconoció y reconoció que tenía capacidad para cambiar las cosas. Aún así, es evidente que hay gente que dice que la huelga no va a servir de nada; gente que cree que puede ser el desencadenante de la llegada de la derecha al Gobierno, y esto también se cultiva, y gente que directamente no está de acuerdo con nosotros y, aunque esté en desacuerdo con la reforma laboral, nos va a castigar. Pese a todo, creo que va a ser una huelga importante, y que el test fundamental lo tendremos en las manifestaciones. Como siempre, se discutirán las cifras de la huelga, y si la huelga cuaja, como espero, se dirá que ha sido por la acción de los piquetes, o porque el Gobierno ha cooperado con unos servicios mínimos ridículos, como dice la CEOE.
P: ¿No han sido demasiado condescendientes con el Gobierno? ¿No ha habido antes motivos suficientes para la huelga?
R: Creo que hay una parte, no toda, de la opinión publicada que sostiene esa tesis y la ha trasladado a una parte importante de la opinión pública; pero me he encontrado muy pocas reflexiones de ese tipo entre los trabajadores. Hay quien confunde rigor, propuesta y responsabilidad en medio de la crisis más dura de la historia más reciente de nuestro país con sumisión, con seguidismo al Gobierno. Hicimos una apuesta por el diálogo social que salió sólo en parte, pero que mejoró la red de protección social. Tratamos de impulsar medidas de dinamización de la actividad económica, y el Gobierno apuntó inicialmente en esa dirección, pero cometió dos errores de bulto: no reconocer lo que se le venía encima, y diseñar todas las medidas como si la crisis se fuera a superar en seis meses. Yo estaba convencido de que con una huelga general no resolvíamos los problemas, aunque a lo mejor se lo resolvíamos a alguien, y lo dijimos. Estamos perdiendo muchísimo empleo, y esta situación no puede derivar, además, en pérdida de derechos laborales y en calidad del sistema de protección social. El comportamiento de los sindicatos no tiene nada que ver con el color del Gobierno. Tenemos más que acreditada la autonomía y la independencia.
P: Zapatero dice que no va a modificar la reforma laboral aunque la huelga general sea un éxito.
R: Lo extraño sería que dijera lo contrario. A veces podía callar y no tener que rectificar tanto, porque se está conviertiendo en un experto en rectificaciones. Haría bien en mirar hacia atrás y verse en el espejo de Felipe Gónzález y deJosé María Aznar, que dijeron cosas muy parecidas: que lo hacían por el país, que era lo único que se podía hacer, y que la contestación no iba a servir de nada. González tardó una semana en retirar el plan de empleo juvenil. A Aznar le costó un poco más. Tuvimos que hacer una gran manifestación después de la huelga general del 20 de junio de 2002. Entonces cambió el Gobierno y cambió la reforma. Que Zapatero no cometa el mismo error. España necesita reformas, pero no están en el campo de las relaciones laborales, y si lo están es para mejorar la situación y la calidad del empleo. Si el empleo dependiese de las leyes laborales sería incomprensible que Navarra, La Rioja, Aragón, el País Vasco y unas cuantas comunidades más tengan la mitad de la tasa media de paro del país, y quince puntos menos que en Andalucía y Canarias. La solución no está en las leyes laborales.
P: ¿Cómo explica el giro a la derecha de Zapatero?
R: Es una suma de varios elementos; desde el ataque de pánico de aquella noche del 7 de mayo con los mercados financieros que vieron el filón de Grecia y a la Unión Europea en retirada, que acudió tarde al rescate de la economía griega, y que piensa que se puede dar la misma situación en España, Portugal, Irlanda y Gran Bretaña. A los gobiernos les entra el pánico y deciden que hay que darle la vuelta al enfoque de las políticas anticrisis, y de la recuperaación del empleo pasamos a la reducción del déficit, que hay que hacerlo, pero acomodándolo a las necesidades reales de la economía española. Los gobiernos de derecha de gran parte de la Unión Europea están imponiento la tesis de que Europa no puede competir en un mundo de economía globalizada sosteniendo democracia y Estado de bienestar. Esa presión está actuando, junto con la de los mercados financiero, pero hay dos cosas en las que el Gobierno no pude escudarse: la Seguridad Social y las leyes laborales, que no son de dominio comunitario. Son iniciativas que ya estaban en los sectores más conservadores del Gobierno.
P: ¿A quién se refiere cuando habla de los sectores más conservadores del Gobierno?
R: Fundamentalmente al área económica.
P: ¿Con la vicepresidenta Elena Salgado a la cabeza?
R: El responsable máximo es el presidente del Gobierno, porque si él hubiese querido tomar otra decisión podría haberlo hecho. El área económica ya estaba reclamando medidas de este tipo desde hace tiempo, lo que ocurre es que entonces eran minoría. El pánico que generaron los mercados financieros les hace mayoritarios. Vienen de la reunión del Ecofin convertidos al credo ultraliberal y provocan la conversión que se ha producido en el presidente, que ahora parece ser el paladín del liberalismo, contando la buena nueva en Nueva York, en Oslo y en cualquier sitio donde le pongan un micrófono
P: ¿Convocarán otra huelga general si el presidente Zapatero reforma las pensiones?
R: Prefiero no hablar de nuevas convocatorias de huelga general. No tengo ningún interés en que este país entre en un dinámica a la griega. Primero vamos a ganar ésta, porque estoy convencido de que si es un éxito de participación derivará en un éxito de resultados. La huelga tiene también un carácter preventivo, para evitar que en materia de pensiones entremos en esa senda de reforma sin consenso y actuando sólo sobre el gasto.
P: En Francia llevan dos huelgas en dos semanas, y cuatro en lo que va de año, porque el Gobierno pretende que se jubilen a los 62 años en lugar de a los 60 actuales.
R: Estoy radicalmente en contra de que de forma generalizada y de manera obligatoria se retrase la edad de jubilación, porque es injusto e innecesario. Tenemos dos diferencias básicas con Francia en este tema. La primera es que ellos plantean retrasar la edad de jubilación de los 60 a los 62, y el Gobierno español de los 65 a los 67. La segunda es que allí el partido socialista votó en contra y aquí, en cambio, es su único soporte, salvo que lo hayan acordado estos últimos días con el PNV. Todo el arco parlamentario ha dicho que está en contra del retraso obligatorio de la edad de jubilación. Los grupos parlamentarios saben que tenemos un instrumento que no tienen en otros estados, que es el Pacto de Toledo, y convendría que el Gobierno no lo dinamite, porque ha rendido grandes beneficios. En 15 años tendrá que pagar el doble de pensiones que ahora y, además, durante más tiempo, porque hay una mayor esperanza de vida. ¿Queremos pagar mejores pensiones? ¿Podemos permitírnoslo? Yo creo que sí, o al menos merece la pena intentarlo. Tenemos tres millones de pensionistas y jubilados que cobran pensiones por debajo de los 500, y la pensión media en España está en 886 euros.
P: ¿Dígame cómo?
R: Necesitamos mejorar la calidad del empleo. ¿Por qué no hacemos una apuesta por incrementar cada año, cuando salgamos de la crisis, la tasa de actividad femenina en un punto? ¿Por qué no hacemos una apuesta por reducir, de verdad, la brecha salarias entre hombres y mujeres?, ¿Por qué el salario mínimo interprofesional no se va acomodando, como se ha prometido, a la situación real de la economía española? No tenemos tanta diferencia con Francia en materia de productividad y allí el salario mínimo interprofesional era de 1.250 euros el año pasado. Nosotros no llegamos a 700. ¿Por qué no hacemos una apuesta por reducir dráticamente la temporalidad en nuestro país?, que además de los problemas que genera a la gente, sobre todo a los más jóvenes, es una ruina para la Seguridad Social por las cotizaciones discontínuas. Ahí es donde están de verdad los elementos sobre los que hay que actuar, además de separar las fuentes de financiación definitivamente, o pagar los gastos generales de la Seguridad Social con impuestos y no con cuotas.
P: Los bancos se estarán frotando las manos por lo que puede suponer de fomento de los planes privados de pensiones.
R: No sé si es una estrategia del Gobierno, pero hay sectores económicos en el país a los que les gustaría que la previsión social, la protección en materia de vejez, pasara también por la vía del seguro privado. La apuesta ultraliberal es pagar pensiones mínimas, a modo de beneficencia, y que luego, quien pueda, se pague un plan privado para complementar la pensión pública. Ya nos intentaron colocar esta idea en 1995, cuando vaticinaron que la Seguridad Social estaría poco menos que en quiebra en el 2000. Bueno, pues estamos en 2010 y tenemos un fondo de reserva de 65.000 millones. Es cierto que no podemos quedarnos mirando, que tenemos que seguir haciendo cosas, pero desde el consenso y la dirección adecuada.
P: Menudo papelón el de Celestino Corbacho.
R: Cuando le trajeron al ministerio venía precedido de una cierta aureola en el tema de la inmigración, pero llegó justo cuando la inmigración dejaba de ser, si lo era en aquel momento, un problema, y se encontró con una destrucción masiva de empleo. No se si le ha faltado iniciativa o le han dado poca autonomía, pero la impronta de las políticas laborales no las ha marcado él. Estoy convencido de que si pudiera dar marcha atrás no hubiera aceptado ser ministro.
P: ¿Qué le parece que el Gobierno defienda el derecho al trabajo para quienes quieran ir a trabajar el día 29, pero al día siguiente no pueda garantizar ese derecho a los cuatro millones largos de parados?
R: Hay quien se acuerda del derecho al trabajo cuando hay una convocatoria de huelga. Lo hace Salgado, lo hace Díaz Ferrán que, por cierto, no paga los salarios a sus trabajadores cuando trabajan. Tampoco les pagan a los mineros de empresas de León y Asturias, algunas de las cuales son propiedad del presidente de la patronal minera. Se están malacostumbrando. La obligación de un Gobierno es intentar asegurar el derecho al trabajo todos los días del año, y esforzarse para que quien ha perdido el empleo o no encuentra el primero lo encuentre y pueda trazar su proyecto de vida.
P: ¿La política de Zapatero es de derechas?
R: Sí. Está haciendo un seguimiento acrítico de las políticas económicas de la Unión Europea (UE) que, además, ha trasladado a las políticas laborales y pretende hacerlo a la reforma de las pensiones. Lo menos que puede hacer un Gobierno que se reclama de izquierda es levantar la voz y decir que hay otra forma alternativa de hacer las cosas. Está haciendo una política claramente liberal conservadora como la de Sarkozy en Francia o Merkel en Alemania.
P: ¿No le resulta descorazonador la respuesta del resto de formaciones políticas, que dicen que no les gusta la reforma pero han permitido que salga adelante con su abstención en el Congreso, como es el caso del PNV y de CiU?
R: La reforma laboral ha salido adelante con los votos únicos del PSOE, lo que refleja su soledad, pero también porque se lo han permitido el PNV Y CiU, que son nacionalistas, pero primero son de derechas.
P: El Gobierno va a evitar el anticipo electoral con el apoyo a los presupuestos precisamente del PNV.
R: Los presupuestos para 2011 son un canto a la resignación, son los presupuestos que van a retrasar la salida de España de la crisis y que van a consolidar una situación de desempleo por encima del 20% por un periodo largo de tiempo. Más allá de algún maquillaje en el IRPF, el Gobierno ha renunciado a buscar los recursos allí donde tienen que aparecer. Primero movilizando a la banca para que el ahorro privado se transfiera a la economía real, ¿por qué de qué nos sirve entonces la reforma de las cajas? La economia sumergida tiene que aflorar y hay que iniciar una batalla contra el fraude fiscal; dotar de medios a la Inspección de Hacienda para que rinda beneficios al resto del país en un periodo corto de tiempo; recuperar el Impuesto de Patrimonio, o el de Sucesiones y Donaciones, o la potencia recaudatoria del Impuesto de Sociedades, que no han caído tanto los beneficios empresarias en España en la crisis como la recaudación fiscal asociada al excedente empresarial.
P: ¿Cuál es la propuesta sindical para salir de la crisis?
R: Las cuatro prioridades son reducir el déficit, protección a las personas, actividad económica para crear empleo, y transformación del modelo económico. Es un problema de recursos, de eficacia en su utilización y de buscar otros nuevos, que están en la política fiscal. Nuestro país necesita una reforma fiscal importante, que no es el marginal del IRPF, sino figuras con mucho más potencia recaudatorio: es la lucha contra el fraude, son las SICAV, es la economía sumergida.
domingo, 26 de septiembre de 2010
José Vicente Pascual González - http://www.elpais.com/articulo/reportajes/refinado/ingeniero/fusilaba/novelas/elpepucul/20100926elpdmgrep_6/Tes
José Vicente Pascual González. Notas:
http://www.elpais.com/articulo/reportajes/refinado/ingeniero/fusilaba/novelas/elpepucul/20100926elpdmgrep_6/Tes
El refinado ingeniero Fabio Filipuzzi
En esos cuatro años de febril actividad, Filipuzzi, un friulano que según muestra su foto tiene la frente despejada, un aspecto agradable y unos 45 años, entregó a la imprenta tres novelas y tres ensayos. De la ficción, apenas algunas líneas fueron escritas por él mismo. La primera novela, La parola smarrita (La palabra perdida), es una fotocopia, salvo por las primeras frases y algunos nombres propios cambiados, de la traducción al italiano de La tarde de un escritor, un conocido libro de Peter Handke.
http://www.elpais.com/articulo/reportajes/refinado/ingeniero/fusilaba/novelas/elpepucul/20100926elpdmgrep_6/Tes
El refinado ingeniero Fabio Filipuzzi
En esos cuatro años de febril actividad, Filipuzzi, un friulano que según muestra su foto tiene la frente despejada, un aspecto agradable y unos 45 años, entregó a la imprenta tres novelas y tres ensayos. De la ficción, apenas algunas líneas fueron escritas por él mismo. La primera novela, La parola smarrita (La palabra perdida), es una fotocopia, salvo por las primeras frases y algunos nombres propios cambiados, de la traducción al italiano de La tarde de un escritor, un conocido libro de Peter Handke.
José Vicente Pascual González - 57 puñaladas, pocas son
57 puñaladas… pocas son
Por Literary News
En este mismo periódico (La Opinión de Granada - 24/02), leo con sobresalto que, según Alex Kapranos, “el soporte CD desaparecerá a corto plazo” Horror. La tecnología me desorganiza la vida cada dos por tres. Mis viejos ordenadores, mi desfasada consola de videojuegos, mis grabaciones en VHS, mi música almacenada en cintas magnéticas… todo acabó en el desván (porque uno es persona de orden, con desván y todo lo que hay que tener), durmiendo el sueño de la modernidad caída en obsolescencia. Sigo leyendo y de la alarma paso al estupor. Resulta que el tal Kapranos no es un experto en ingeniería multimedia, ni un profético innovador tecnológico, ni siquiera un diseñata famoso por haberle proyectado las mechas a Michael Jackson. Es el cantante de un grupo escocés llamado Franz Ferdinand. Anda ya, qué susto me había dado el nota. Su teoría, pintoresca y tranquilizadora, es que “el vinilo volverá a ponerse de moda porque es más romántico que el CD”. Pues vale, si llega el caso ya subo al desván, desempolvo los discos de Karina y santas pascuas. Y esta noche duermo del tirón, con mis CD’s sanos y salvos.
O sea que las cosas hay que tomarlas según de quien vengan. No es lo mismo escuchar a un experto con pulcra y concienzuda trayectoria en su menester que a cualquier pelafustán recién llegado al patio y con ganas de pregonarse. Casos hay para demostrarlo, y situaciones en las que una de dos: o se relativiza la importancia de un asunto en función de quién lo protagonice o nos volvemos todos tarumba. Imaginen por ejemplo que un tribunal compuesto por curtidos magistrados hubiese dictado sentencia absolutoria en favor de Jacobo Piñeiro, tal como ha sucedido en Vigo hace unos días. ¿Qué hizo el angelito? Nada, irse de copas, ligar con un camarero homosexual, colarse en su domicilio, asestarle 35 puñaladas y, ya puestos, otras 22 a su compañero de piso; llenó una maleta con todos los objetos de valor hallados en la vivienda, colocó los cadáveres bajo unos focos para aumentar el efecto calórico y les metió fuego, a ellos, a la vivienda y si no andan espabilados los vecinos, al edificio entero. Pues me lo han absuelto, oigan. Según el jurado popular que emitió su veredicto el lunes pasado, el tal Jacobo actuó en legítima defensa. Cuando el autor confeso de los hechos declaraba y contaba lo triste de su vida, su adicción a los drogas y el alcohol, lo muy arrepentido que estaba, etcétera, dos miembras del jurado se echaron a llorar de la misma pena. Animalico. De ahí a la libertad, por la cara. Eso sí, condenado por incendio y hurto. Los muertos, muertos son y no hay quien los resucite; total, para qué vamos a amargar la vida al bueno de Jacobo por dos maricas de más o de menos en este mundo.
No alarmarse que la cosa tiene arreglo. El acuerdo del jurado -dos miembros y siete miembras -, no es vinculante para con la sentencia definitiva y, por otra parte, el juicio se celebró en primera instancia. El fiscal va a apelar al Tribunal Supremo.
Cosa de llamar la atención es que los votos del jurado se emitieron de tal forma: culpable, 2; inocente, 7. No hay que echarle mucha imaginación para deducir el sentido de la decisión de miembros y miembras. Si se hubiesen observado los legales criterios de paridad, otro habría sido el resultado y ahora no sentiríamos un poco más de desconfianza ante un nuevo escándalo surgido de esa institución llamada jurado popular. Que popular no digo yo que no sea, pero de jurado tiene el nombre y la guasa de las películas de Buñuel: surrealismo hispano versus racionalidad democrática. Aquí no obtiene justicia quien la merece, sino quien bien pregona sus miserias y gana el corazón de los trémulos ciudadanos. “El monstruo de Amstetten” llora cada noche por la desgracia de no ser español. Con suerte, en el país de la bondad extrema lo condenarían por haber construido sin licencia municipal el zulo donde encerraba a sus víctimas. ¿Que no? Casos más flagrantes se han dado. El de Vigo, sin ir más lejos.
Esta entrada fue publicada el a las Marzo 1, 2009 y está archivada bajo las categorías Del caño al coro. Puedes seguir las respuestas de esta entrada a través de sindicación RSS 2.0. Puedes dejar una respuesta, o trackback desde tu propio sitio.
Por Literary News
En este mismo periódico (La Opinión de Granada - 24/02), leo con sobresalto que, según Alex Kapranos, “el soporte CD desaparecerá a corto plazo” Horror. La tecnología me desorganiza la vida cada dos por tres. Mis viejos ordenadores, mi desfasada consola de videojuegos, mis grabaciones en VHS, mi música almacenada en cintas magnéticas… todo acabó en el desván (porque uno es persona de orden, con desván y todo lo que hay que tener), durmiendo el sueño de la modernidad caída en obsolescencia. Sigo leyendo y de la alarma paso al estupor. Resulta que el tal Kapranos no es un experto en ingeniería multimedia, ni un profético innovador tecnológico, ni siquiera un diseñata famoso por haberle proyectado las mechas a Michael Jackson. Es el cantante de un grupo escocés llamado Franz Ferdinand. Anda ya, qué susto me había dado el nota. Su teoría, pintoresca y tranquilizadora, es que “el vinilo volverá a ponerse de moda porque es más romántico que el CD”. Pues vale, si llega el caso ya subo al desván, desempolvo los discos de Karina y santas pascuas. Y esta noche duermo del tirón, con mis CD’s sanos y salvos.
O sea que las cosas hay que tomarlas según de quien vengan. No es lo mismo escuchar a un experto con pulcra y concienzuda trayectoria en su menester que a cualquier pelafustán recién llegado al patio y con ganas de pregonarse. Casos hay para demostrarlo, y situaciones en las que una de dos: o se relativiza la importancia de un asunto en función de quién lo protagonice o nos volvemos todos tarumba. Imaginen por ejemplo que un tribunal compuesto por curtidos magistrados hubiese dictado sentencia absolutoria en favor de Jacobo Piñeiro, tal como ha sucedido en Vigo hace unos días. ¿Qué hizo el angelito? Nada, irse de copas, ligar con un camarero homosexual, colarse en su domicilio, asestarle 35 puñaladas y, ya puestos, otras 22 a su compañero de piso; llenó una maleta con todos los objetos de valor hallados en la vivienda, colocó los cadáveres bajo unos focos para aumentar el efecto calórico y les metió fuego, a ellos, a la vivienda y si no andan espabilados los vecinos, al edificio entero. Pues me lo han absuelto, oigan. Según el jurado popular que emitió su veredicto el lunes pasado, el tal Jacobo actuó en legítima defensa. Cuando el autor confeso de los hechos declaraba y contaba lo triste de su vida, su adicción a los drogas y el alcohol, lo muy arrepentido que estaba, etcétera, dos miembras del jurado se echaron a llorar de la misma pena. Animalico. De ahí a la libertad, por la cara. Eso sí, condenado por incendio y hurto. Los muertos, muertos son y no hay quien los resucite; total, para qué vamos a amargar la vida al bueno de Jacobo por dos maricas de más o de menos en este mundo.
No alarmarse que la cosa tiene arreglo. El acuerdo del jurado -dos miembros y siete miembras -, no es vinculante para con la sentencia definitiva y, por otra parte, el juicio se celebró en primera instancia. El fiscal va a apelar al Tribunal Supremo.
Cosa de llamar la atención es que los votos del jurado se emitieron de tal forma: culpable, 2; inocente, 7. No hay que echarle mucha imaginación para deducir el sentido de la decisión de miembros y miembras. Si se hubiesen observado los legales criterios de paridad, otro habría sido el resultado y ahora no sentiríamos un poco más de desconfianza ante un nuevo escándalo surgido de esa institución llamada jurado popular. Que popular no digo yo que no sea, pero de jurado tiene el nombre y la guasa de las películas de Buñuel: surrealismo hispano versus racionalidad democrática. Aquí no obtiene justicia quien la merece, sino quien bien pregona sus miserias y gana el corazón de los trémulos ciudadanos. “El monstruo de Amstetten” llora cada noche por la desgracia de no ser español. Con suerte, en el país de la bondad extrema lo condenarían por haber construido sin licencia municipal el zulo donde encerraba a sus víctimas. ¿Que no? Casos más flagrantes se han dado. El de Vigo, sin ir más lejos.
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sábado, 25 de septiembre de 2010
José Vicente Pascual González - Recuerdos sin palabras
Nunca fui un niño tímido, y nunca he confiado en las personas tímidas porque estoy convencido de que tras la impavidez y los labios acallados y la mirada huidiza no se cobijan la ternura o la inteligencia, sino la inseguridad, las ideas obsesivas y, seguramente, la mala índole. Oí muchas veces a los mayores decir de mí que era tímido porque no pronunciaba palabra a su presencia, lo cual me enfurecía: era capaz de entenderles pero no de responder porque aún no sabía hablar. Me habría gustado gritarles: “¡No soy tímido, soy pequeño!” El haber nacido corpulento y ser una criatura que aparentaba tener dos o tres años más que los de su justa edad, me causaba estos problemas; entiéndase: malentendidos. También las dificultades con el idioma me martirizaban. Vivía en Madrid, pero todos los miembros de mi familia, los mayores, los que sí sabían hablar, se dirigían unos a otros, en cualquier momento y por cualquier motivo, en valenciano, lengua que fue la primera en mi vida, la única que comprendía antes de emprender el riesgo de mi propia expresión. Es la primera sensación que tengo de mí mismo, ser mudo con muchas ganas de decir muchas cosas y sin estar remotamente capacitado para hacerlo. Esa circunstancia me mantuvo durante mucho tiempo aislado, fonéticamente hablando, de cualquier entorno que no fuese el estrictamente familiar. Mi madre, aprovechando aquella apariencia mía de “niño mayor”, me metió en la escuela a los tres años, cuando la edad reglamentaria de ingreso eran los seis. Siempre me contó que lo había hecho para que estuviese en compañía de mi hermano mayor, y de este modo ambos aprendiésemos las mismas cosas al mismo tiempo; lo que yo he traducido de distinta manera: no era un niño tímido sino bastante revoltoso, y ella se libró de mí por el método más edificante, enviándome a estudiar. La escuela fue entonces un suplicio. No sabía decir una palabra en castellano, no entendía nada, el libro de primeras lecturas era una especie de jeroglífico endiabladamente complicado y los parloteos de los demás párvulos, todos más mayores aunque no más crecidos que yo, me parecían un guirigay semejante al caos idiomático que organizaban los negros de las películas de Tarzán cada vez que, histéricos por el miedo, avisaban de terribles peligros selváticos en un idioma vociferante y por supuesto inventado. La maestra mantenía la teoría de que una de dos: o era un niño inusualmente tímido o estaba medio tonto. Mi madre no tuvo más remedio que confesar la verdad sobre mi edad una tarde en que la maestra, a la salida de clase, me sacó agarrado de la oreja, se plantó ante ella toda indignada y se quejó de que le había dado un mordisco como respuesta a sus pretensiones de que aprendiese a distinguir la U de “uvas” y la I de “iglesia” en el libro de lectura.
A partir de ese día, establecida mi auténtica identidad cronológica, la maestra fue mucho más comprensiva con mi presunta timidez y mi demostrada indisciplina. Me colocó en una mesa cercana al pupitre desde el que dirigía la orquesta asinfónica de la clase, acompañado de tres niñas y creo que amparada en la suposición de que, al ser tan corto de edad, me convenía más estar entre niñas que pegándome patadas por debajo de la mesa con aquellos pequeños brutos, casi tan brutos como yo, que eran sus alumnos varones. Para cubrir el expediente de mis tareas escolares, me entregó un cuaderno, unos cuantos lápices de colores y una goma de borrar, y me invitó a que dibujase. No esperaba de mí otra cosa, por el momento. En tanto adquiría el juicio suficiente para comprender las dificultades filológicas del Ma, Me, Mi, Mo, Mu, pensaba tenerme entretenido con el rudimentario aunque universal arte del dibujo. Si los toscos hombres de las cavernas y los aborígenes de los rincones más incivilizados del planeta eran capaces de dibujar con cierta desenvoltura, no deberían disturbar mi ralo santiscario dudas importantes al respecto. Todos los niños dibujan, por breve sea su edad, y no iba yo a ser una excepción. De tal manera, dedujo la buena mujer, la dejaría en paz con mis travesuras de niño mudo bilingüe en tanto ella se dedicaba al perfecto oficio de desasnar a quienes lo merecían y podían sacar algún provecho de ello.
Aunque dibujar, dibujé poco. Lo que más me gustaba era la goma de borrar, artefacto que me pareció milagroso. Era un lujo insólito llenar la página con garabatos compulsivos y después sentir el poder de borrarlos, destruirlos y hacerlos desaparecer con minuciosa determinación y a mi completo capricho, como si la realidad de aquellas mañanas interminables en la escuela de los niños mayores fuese igualmente un garabato sin sentido, una probatura y experiencia ficticia que podía desvanecerse cuando yo quisiera. El resultado era siempre alentador, la página otra vez en blanco -llena de pizcas renegridas de goma usada, sucia, amarronada, pero según mis saberes y entenderes, en blanco -, de nuevo dispuesta para el ritual de aparición de confusos trazos automáticamente concebidos en mi no menos confusa conciencia, y reenviarlos de inmediato al limbo de lo que nunca debió existir, pues es sabido que las ideas y nociones sobre el mundo de los niños, sobre todo si son niños mudos con cierto caos lexical en las mientes, no sólo no sirven para nada sino que, en cualquier caso, son expresión del error. Borrar y que nunca más se supiera de ellos, mis apasionados garabatos nacidos para morir a los pocos minutos, fue mi entretenimiento durante una buena temporada.
Pero un día la maestra dejó de quejarse sobre el sospechoso detalle de que gastaba más goma de borrar que lápices y papel, lo que no significaba creencia en mi perfeccionismo artístico, sino resquemor a que estuviese dedicándome a distracciones de distinto fondo. Yo, incauto como sólo puede serlo quien todavía no conoce el significado de la palabra cautela y mucho menos el concepto que entraña, no caí en la cuenta de que estaba observándome, miraba de reojo, me espiaba, y bajo su atención me tuvo hasta descubrir que su alumno más joven, un poco aburrido de dibujar y borrar, había descubierto una nueva manera de entretener la mañana. En el lenguaje de los hechos definitivos, que es idioma más universal que el dibujo, convencí a las tres niñas compañeras de mesa de que en vez de atender a las explicaciones de la maestra podía sernos mucho más instructivo enseñarnos lo que no estaba bien visto enseñar a nadie y en ninguna parte. De modo que ellas, alternativamente y con mañas clandestinas que me parecían deliciosas, se agachaban bajo la mesa para enseñarme la rajita, gesto que yo agradecía mostrándoles mi pequeño endurecido pene. La maestra, horrorizada, castigó a las niñas una semana sin recreo, y añadió a la punición copiar tres veces el Ave María en sus cuadernos de escritura. A mí volvió a sacarme tomado de la oreja en cuanto sonó el timbre de salida, de nuevo se encaró con mi madre y le dijo algo parecido a “Mire usted, señora, sólo por un motivo no voy a mandar a casa a este salvaje: porque faltan seis semanas para que acabe el curso. Ahora bien, para el próximo, en cuanto pase el verano, o me lo trae usted educado como Dios manda y sabiendo hablar o desde luego en esta escuela no entra”. Terminó su alegato con una frase demoledora: “Y yo que pensaba que era un niño tímido”.
Sentí rabia y mucha impotencia y me habría gustado dejar de ser mudo bilingüe en aquel mismo momento para contestarle algo apropiado, como, por ejemplo, que los niños tímidos de su escuela, en cuanto salían al recreo y daban cuatro carreras en el patio y se desinhibían, dejaban de ser tímidos, presuntamente buenos, para comportarse como auténticos sádicos, conmigo y con los más pequeños y los más débiles. Todo eso me habría gustado decirle, pero me quedé con las ganas.
Aquella noche me ardía el culo por los zapatillazos de mi madre. No pude dormir cara al techo, como acostumbraba. De modo que dormí de lado. Panza arriba o de costado, en aquellos tiempos yo dormía muy bien.
Los malentendidos con el lenguaje, mi incipiente capacidad de hablar, fueron un problema durante aquellos años. Demasiado problema y demasiado serio para un crío de edad minúscula. En algún libro tengo leído que las personas bilingües suelen retrasarse mucho a la hora de decir sus primeras palabras, debido a la multitud de perplejidades que apareja el comprender e intentar el uso de dos idiomas. Algo muy parecido me sucedió con las originarias manifestaciones de mi oralidad, no tanto por haber sentido algún pudoroso arrepentimiento a causa de mi edénica torpeza clamatoria como por el desconcierto que me ocasionaron los efectos de aquellos breves, fundacionales discursos.
Mi primera frase completa fue dicha en valenciano, como era previsible. La escena resulta grotesca en el recuerdo, pero la inmediata vigencia del hecho en sí me acarreó aproximadamente un mes de prórroga voluntaria en el uso del lenguaje y, de añadido, una tunda con la célebre zapatilla de mi madre. La situación es más o menos esta: estoy con mi hermano mayor, jugando en las obras que hay frente a casa. (Huelga aclarar que en aquellos tiempos, en el barrio donde vivíamos, las obras eran una constante demiúrgica y un extraordinario parque de juegos infantiles en cuanto los albañiles daban de mano cada tarde). Me encuentro en lo más alto de una montaña de arena, eso me parecía o eso imaginaba que era, una montaña recién coronada y temerariamente posesionada, aunque quizás fuese un montón no muy elevado que el manipulador de la mezcladora encontraría al día siguiente esparcido, contratiempo que denostaría con unas cuantas blasfemias y aquí paz y allá gloria. Mi hermano mayor y yo manejamos cubos y palas, no sé si bajados de casa y aprovisionados sobre el terreno, porque junto a los ladrillos y sacos de cemento y montones de arena solían encontrarse herramientas, ya sabemos que aquellos eran otros tiempos, otras costumbres. Yo estoy empeñado en que mi hermano mayor suba hasta la cumbre de la montaña, transportando un cubo cargado de arena. Me impaciento, lo apremio, y casi sin darme cuenta grito: “¡Puja…puja ja!” (¡Sube… sube ya!). No tengo idea de como sonarían aquellos gritos en el recién estrenado idiolecto párvulo bilingüe, pero es seguro que la transcripción fonética de aquellas voces, algo semejante a “Putxa”, debió parecer una expresión horrenda tanto a mi madre, que nos observaba desde el balcón, como al grupo familiar que en esos momentos -casualidades de la vida -, pasaba justo frente a nosotros: una niña vestida de primera comunión acompañada de sus padres, hermanitos y algún otro allegado. Detuvieron un instante su andar cuidadoso y un poco brincador por entre las baldosas partidas de la acera y se me quedaron mirando con expresión escandalizada. Mi madre, siempre atenta a mis azares, siempre un poco chillona como era, me llamó desde el balcón con su voz más potente de soprano valenciana, pronunciando mi nombre en el tono que no admitía dudas cuando mi nombre y una condena inapelable a zapatillazos iban unidos como la tinta al papel donde se escribe la sentencia. En resumen, había cometido el sacrilegio de llamar “Puta” a una niña que acababa de hacer la primera comunión en la parroquia del barrio, un ser inocente y en aquellos momentos, recién recibido el cuerpo de Cristo, absolutamente puro, angelical como quien dice.
Nunca me dolieron los zapatillazos, pero sentía dolor adentro, acaso en mi orgullo, puede que en lo más improfanable y por ello mismo más sensible de la idea que cada cual tiene sobre su prestancia interior, cuando ella me castigaba con aquellos inanes golpes de zapatilla, artefacto a todas luces inútil para el fin perseguido porque la goma de la suela rebotaba en mis posaderas como un balón lanzado contra una pared. No dolían, pero me hicieron daño, y más ardieron las heridas en la garganta inepta para explicar copiosamente, como habría sido mi deseo, los pormenores que convertían en inofensivo malentendido aquel nuevo incidente. Aquella llamada a mi hermano mayor para culminar la construcción de la torre sobre la montaña de arena, acabó como acabó y me mantuvo en prudente silencio hasta que mis pulmones volvieron a soltar aire modulado en forma de voz humana. Pasó tiempo antes de que me atreviese a hablar de nuevo. Demasiado tiempo…
A partir de ese día, establecida mi auténtica identidad cronológica, la maestra fue mucho más comprensiva con mi presunta timidez y mi demostrada indisciplina. Me colocó en una mesa cercana al pupitre desde el que dirigía la orquesta asinfónica de la clase, acompañado de tres niñas y creo que amparada en la suposición de que, al ser tan corto de edad, me convenía más estar entre niñas que pegándome patadas por debajo de la mesa con aquellos pequeños brutos, casi tan brutos como yo, que eran sus alumnos varones. Para cubrir el expediente de mis tareas escolares, me entregó un cuaderno, unos cuantos lápices de colores y una goma de borrar, y me invitó a que dibujase. No esperaba de mí otra cosa, por el momento. En tanto adquiría el juicio suficiente para comprender las dificultades filológicas del Ma, Me, Mi, Mo, Mu, pensaba tenerme entretenido con el rudimentario aunque universal arte del dibujo. Si los toscos hombres de las cavernas y los aborígenes de los rincones más incivilizados del planeta eran capaces de dibujar con cierta desenvoltura, no deberían disturbar mi ralo santiscario dudas importantes al respecto. Todos los niños dibujan, por breve sea su edad, y no iba yo a ser una excepción. De tal manera, dedujo la buena mujer, la dejaría en paz con mis travesuras de niño mudo bilingüe en tanto ella se dedicaba al perfecto oficio de desasnar a quienes lo merecían y podían sacar algún provecho de ello.
Aunque dibujar, dibujé poco. Lo que más me gustaba era la goma de borrar, artefacto que me pareció milagroso. Era un lujo insólito llenar la página con garabatos compulsivos y después sentir el poder de borrarlos, destruirlos y hacerlos desaparecer con minuciosa determinación y a mi completo capricho, como si la realidad de aquellas mañanas interminables en la escuela de los niños mayores fuese igualmente un garabato sin sentido, una probatura y experiencia ficticia que podía desvanecerse cuando yo quisiera. El resultado era siempre alentador, la página otra vez en blanco -llena de pizcas renegridas de goma usada, sucia, amarronada, pero según mis saberes y entenderes, en blanco -, de nuevo dispuesta para el ritual de aparición de confusos trazos automáticamente concebidos en mi no menos confusa conciencia, y reenviarlos de inmediato al limbo de lo que nunca debió existir, pues es sabido que las ideas y nociones sobre el mundo de los niños, sobre todo si son niños mudos con cierto caos lexical en las mientes, no sólo no sirven para nada sino que, en cualquier caso, son expresión del error. Borrar y que nunca más se supiera de ellos, mis apasionados garabatos nacidos para morir a los pocos minutos, fue mi entretenimiento durante una buena temporada.
Pero un día la maestra dejó de quejarse sobre el sospechoso detalle de que gastaba más goma de borrar que lápices y papel, lo que no significaba creencia en mi perfeccionismo artístico, sino resquemor a que estuviese dedicándome a distracciones de distinto fondo. Yo, incauto como sólo puede serlo quien todavía no conoce el significado de la palabra cautela y mucho menos el concepto que entraña, no caí en la cuenta de que estaba observándome, miraba de reojo, me espiaba, y bajo su atención me tuvo hasta descubrir que su alumno más joven, un poco aburrido de dibujar y borrar, había descubierto una nueva manera de entretener la mañana. En el lenguaje de los hechos definitivos, que es idioma más universal que el dibujo, convencí a las tres niñas compañeras de mesa de que en vez de atender a las explicaciones de la maestra podía sernos mucho más instructivo enseñarnos lo que no estaba bien visto enseñar a nadie y en ninguna parte. De modo que ellas, alternativamente y con mañas clandestinas que me parecían deliciosas, se agachaban bajo la mesa para enseñarme la rajita, gesto que yo agradecía mostrándoles mi pequeño endurecido pene. La maestra, horrorizada, castigó a las niñas una semana sin recreo, y añadió a la punición copiar tres veces el Ave María en sus cuadernos de escritura. A mí volvió a sacarme tomado de la oreja en cuanto sonó el timbre de salida, de nuevo se encaró con mi madre y le dijo algo parecido a “Mire usted, señora, sólo por un motivo no voy a mandar a casa a este salvaje: porque faltan seis semanas para que acabe el curso. Ahora bien, para el próximo, en cuanto pase el verano, o me lo trae usted educado como Dios manda y sabiendo hablar o desde luego en esta escuela no entra”. Terminó su alegato con una frase demoledora: “Y yo que pensaba que era un niño tímido”.
Sentí rabia y mucha impotencia y me habría gustado dejar de ser mudo bilingüe en aquel mismo momento para contestarle algo apropiado, como, por ejemplo, que los niños tímidos de su escuela, en cuanto salían al recreo y daban cuatro carreras en el patio y se desinhibían, dejaban de ser tímidos, presuntamente buenos, para comportarse como auténticos sádicos, conmigo y con los más pequeños y los más débiles. Todo eso me habría gustado decirle, pero me quedé con las ganas.
Aquella noche me ardía el culo por los zapatillazos de mi madre. No pude dormir cara al techo, como acostumbraba. De modo que dormí de lado. Panza arriba o de costado, en aquellos tiempos yo dormía muy bien.
Los malentendidos con el lenguaje, mi incipiente capacidad de hablar, fueron un problema durante aquellos años. Demasiado problema y demasiado serio para un crío de edad minúscula. En algún libro tengo leído que las personas bilingües suelen retrasarse mucho a la hora de decir sus primeras palabras, debido a la multitud de perplejidades que apareja el comprender e intentar el uso de dos idiomas. Algo muy parecido me sucedió con las originarias manifestaciones de mi oralidad, no tanto por haber sentido algún pudoroso arrepentimiento a causa de mi edénica torpeza clamatoria como por el desconcierto que me ocasionaron los efectos de aquellos breves, fundacionales discursos.
Mi primera frase completa fue dicha en valenciano, como era previsible. La escena resulta grotesca en el recuerdo, pero la inmediata vigencia del hecho en sí me acarreó aproximadamente un mes de prórroga voluntaria en el uso del lenguaje y, de añadido, una tunda con la célebre zapatilla de mi madre. La situación es más o menos esta: estoy con mi hermano mayor, jugando en las obras que hay frente a casa. (Huelga aclarar que en aquellos tiempos, en el barrio donde vivíamos, las obras eran una constante demiúrgica y un extraordinario parque de juegos infantiles en cuanto los albañiles daban de mano cada tarde). Me encuentro en lo más alto de una montaña de arena, eso me parecía o eso imaginaba que era, una montaña recién coronada y temerariamente posesionada, aunque quizás fuese un montón no muy elevado que el manipulador de la mezcladora encontraría al día siguiente esparcido, contratiempo que denostaría con unas cuantas blasfemias y aquí paz y allá gloria. Mi hermano mayor y yo manejamos cubos y palas, no sé si bajados de casa y aprovisionados sobre el terreno, porque junto a los ladrillos y sacos de cemento y montones de arena solían encontrarse herramientas, ya sabemos que aquellos eran otros tiempos, otras costumbres. Yo estoy empeñado en que mi hermano mayor suba hasta la cumbre de la montaña, transportando un cubo cargado de arena. Me impaciento, lo apremio, y casi sin darme cuenta grito: “¡Puja…puja ja!” (¡Sube… sube ya!). No tengo idea de como sonarían aquellos gritos en el recién estrenado idiolecto párvulo bilingüe, pero es seguro que la transcripción fonética de aquellas voces, algo semejante a “Putxa”, debió parecer una expresión horrenda tanto a mi madre, que nos observaba desde el balcón, como al grupo familiar que en esos momentos -casualidades de la vida -, pasaba justo frente a nosotros: una niña vestida de primera comunión acompañada de sus padres, hermanitos y algún otro allegado. Detuvieron un instante su andar cuidadoso y un poco brincador por entre las baldosas partidas de la acera y se me quedaron mirando con expresión escandalizada. Mi madre, siempre atenta a mis azares, siempre un poco chillona como era, me llamó desde el balcón con su voz más potente de soprano valenciana, pronunciando mi nombre en el tono que no admitía dudas cuando mi nombre y una condena inapelable a zapatillazos iban unidos como la tinta al papel donde se escribe la sentencia. En resumen, había cometido el sacrilegio de llamar “Puta” a una niña que acababa de hacer la primera comunión en la parroquia del barrio, un ser inocente y en aquellos momentos, recién recibido el cuerpo de Cristo, absolutamente puro, angelical como quien dice.
Nunca me dolieron los zapatillazos, pero sentía dolor adentro, acaso en mi orgullo, puede que en lo más improfanable y por ello mismo más sensible de la idea que cada cual tiene sobre su prestancia interior, cuando ella me castigaba con aquellos inanes golpes de zapatilla, artefacto a todas luces inútil para el fin perseguido porque la goma de la suela rebotaba en mis posaderas como un balón lanzado contra una pared. No dolían, pero me hicieron daño, y más ardieron las heridas en la garganta inepta para explicar copiosamente, como habría sido mi deseo, los pormenores que convertían en inofensivo malentendido aquel nuevo incidente. Aquella llamada a mi hermano mayor para culminar la construcción de la torre sobre la montaña de arena, acabó como acabó y me mantuvo en prudente silencio hasta que mis pulmones volvieron a soltar aire modulado en forma de voz humana. Pasó tiempo antes de que me atreviese a hablar de nuevo. Demasiado tiempo…
jueves, 23 de septiembre de 2010
José Vicente Pascual González-Fogwill
Fogwill, el último maldito de la literatura argentina
24
AGO
22/08/10 – 01:56
Por Gabriela Cabezón Cámara
Se murió Fogwill. Hay oraciones que ojalá nunca hubiese que escribir. Por ejemplo, que se murió Fogwill. Pero fue así, ayer a las 17 apróximadamente, en el Hospital Italiano, lo mató un enfisema pulmonar. Se murió Fogwill y, con él, una de las fuerzas más originales y ricas de la literatura argentina de los últimos treinta años. Sus restos serán velados hoy en la Biblioteca Nacional, a partir de las 15.
La fundación mítica
Fogwill, el mito, empezó a ser Fogwill con una ecuación casi imposible que le sirvió de pedestal para erguir su propia y controversial figura literaria.
En números, es así: 6 + 12 = 1. Ahora, los sustantivos cuantificados: seis, los días que pasaron entre el 11 y el 17 de junio de 1982. Doce, los gramos de cocaína que Fogwill se tomó durante esos días. Uno, el libro que le salió. Una obra maestra, la primera de varias que lo tuvieron como autor. Los Pichiciegos le puso de título. La cosa fue así, contó él, a cualquiera que se lo preguntó desde 1983: su mamá vivía en el mismo edificio. Bajó a visitarla, la señora miraba televisión y le dijo: “¡Nene, hundimos un barco!”. Y él se encerró y escribió los primeros tres días y corrigió los siguientes y al séptimo podemos suponer que descansó. Se trata de la guerra de Malvinas Los Pichiciegos. La guerra en su materialidad más concreta, la nieve que congela, el barro que se pega al cuerpo, la comida y los cigarrillos que faltan, los límites perdidos entre un bando y el otro en una transa constante de esas cosas indispensables y la deserción: lo único que deja en pie esta guerra son las ganas de sobrevivir un poco más y lo único importante son cosas como ésta:
“Ni los ingleses ni los malvineros, ni los marinos ni los de aeronáutica: ni los del comando, ni los de policía militar tienen un miserable frasquito de polvo químico, tan necesario. No hay polvo químico, nadie tiene.
Con polvo químico y piso de tierra, caga uno, cagan dos, cagan tres, cuatro o cinco y la mierda se seca, no suelta olor, se apelotona y se comprime y al día siguiente se la puede sacar con las manos, sin asco, como si fuera piedra, o cagada de pájaros.”
Así, con una ecuación casi imposible, con una obra maestra, imaginando una tribu de soldados desertores unidos sólo por la necesidad, imaginando esas necesidades en lo más concreto, Fogwill empezó el mito de Fogwill, que tiene atributos varios. Uno de ellos, el de la profecía. Contaba que él escribió la derrota antes de que se anunciara. Contaba que en otro texto auguró el retorno de la democracia al mando de los radicales. Y que apostó plata por Alfonsín cuando todos creían que serían el peronismo y Lúder los ganadores.
Pero antes de que Fogwill fuera Fogwill así, a secas, fue Rodolfo Enrique. Nació en 1941 en Bernal, hijo único y el genio de la familia: a los cuatro leía, a los 16 ingresó en Medicina, de ahí se fue a Filosofía y Letras y de ahí a Sociología, de donde salió a los 23 con el diploma abajo del brazo. Desde ese momento hasta finales de los ‘70, se dedicó a hacer dinero en publicidad. Hizo mucho, contaba. Inventó eslóganes que son tan parte de la cultura nacional como “el sabor del encuentro”.
En 1980 cambió de vida. Tenía 39 años, acababa de publicar su primer libro de poemas, El efecto de la realidad, y ganó un concurso de cuentos de Coca-Cola. Ahí se decidió a ser escritor. Y a ayudar a otros que lo fueran. Fundó una editorial propia, Tierra Baldía, editó a poetas importantes y fundamentales como Osvaldo Lamborghini y Néstor Perlongher, que serían centrales para la literatura argentina que se empezó a escribir diez años después. Un gesto extraño. Es raro que un escritor se dedique a publicar a otros que son mejores que él. Y, en 1980, Perlongher y Lamborghini eran mucho más poetas que Fogwill. Ese es otro de los atributos del mito Fogwill: el de la generosidad con sus colegas. Atributo del que gozaron no sólo Perlongher y Lamborghini, sino muchos otros, como Fabián Casas, Martín Rodríguez, Martín Gambarotta, Sergio Raimondi, Hebe Uhart, Diego Meret y María Medrano, entre muchos otros a los que Fogwill no dudó en apoyar de diversos modos. Como mínimo, elogiándolos públicamente.
Entonces: Fogwill niño prodigio, publicista genial, rico, generoso, editor, cocainómano, Fogwill escribiendo durante la misma guerra la mejor novela sobre la guerra de Malvinas que se haya escrito hasta ahora. Faltan dos Fogwill: el provocador y el presidiario. Porque estuvo preso, acusado de estafa y esa es otra pata de su mito. Fue, también, en 1980: contaba Fogwill que la Secretaría de Información Pública estaba convencida de que sus publicidades televisivas tenían mensajes en contra de la familia y a favor del ERP –del que por entonces no quedaba nada–. Le cerraron las cuentas bancarias y lo procesaron por subversión económica. Con las cuentas cerradas y preso, Fogwill no pudo, claro, pagar sus deudas: entonces terminaron condenándolo por defraudación. Es decir por no pagar sus deudas.
El provocador se peleó con mucha gente: con las Madres de Plaza de Mayo, con Ricardo Piglia, con las campañas a favor del aborto, con Beatriz Sarlo, con el divorcio (él, que se separó muchas veces), con los propulsores del matrimonio gay (el matrimonio es “la institución más mierda que produjo la sociedad contemporánea”, argumentó), con Alan Pauls, con la legalización de la droga (que no se privó de consumir).
Hubo Fogwill polémico, pensando la literatura y empujando a los escritores jóvenes. Hubo Fogwill escribiendo de la mejor. Ojalá siguiera habiendo Fogwill.
Fogwill Básico
Novelista, poeta, cuentista y columnista, 1941-2010. Escribió más de 20 libros, entre ellos: “Mis muertos punk”, (1980), “La buena nueva” (1990), “Una pálida historia de amor” (1991), “Muchacha punk (1992)”, Vivir Afuera (1998), “La experiencia sensible (2001), “En otro orden de cosas” (2002) y “Runa” (2003). Sus “Cuentos Completos” se publicaron el año pasado en Alfaguara.
24
AGO
22/08/10 – 01:56
Por Gabriela Cabezón Cámara
Se murió Fogwill. Hay oraciones que ojalá nunca hubiese que escribir. Por ejemplo, que se murió Fogwill. Pero fue así, ayer a las 17 apróximadamente, en el Hospital Italiano, lo mató un enfisema pulmonar. Se murió Fogwill y, con él, una de las fuerzas más originales y ricas de la literatura argentina de los últimos treinta años. Sus restos serán velados hoy en la Biblioteca Nacional, a partir de las 15.
La fundación mítica
Fogwill, el mito, empezó a ser Fogwill con una ecuación casi imposible que le sirvió de pedestal para erguir su propia y controversial figura literaria.
En números, es así: 6 + 12 = 1. Ahora, los sustantivos cuantificados: seis, los días que pasaron entre el 11 y el 17 de junio de 1982. Doce, los gramos de cocaína que Fogwill se tomó durante esos días. Uno, el libro que le salió. Una obra maestra, la primera de varias que lo tuvieron como autor. Los Pichiciegos le puso de título. La cosa fue así, contó él, a cualquiera que se lo preguntó desde 1983: su mamá vivía en el mismo edificio. Bajó a visitarla, la señora miraba televisión y le dijo: “¡Nene, hundimos un barco!”. Y él se encerró y escribió los primeros tres días y corrigió los siguientes y al séptimo podemos suponer que descansó. Se trata de la guerra de Malvinas Los Pichiciegos. La guerra en su materialidad más concreta, la nieve que congela, el barro que se pega al cuerpo, la comida y los cigarrillos que faltan, los límites perdidos entre un bando y el otro en una transa constante de esas cosas indispensables y la deserción: lo único que deja en pie esta guerra son las ganas de sobrevivir un poco más y lo único importante son cosas como ésta:
“Ni los ingleses ni los malvineros, ni los marinos ni los de aeronáutica: ni los del comando, ni los de policía militar tienen un miserable frasquito de polvo químico, tan necesario. No hay polvo químico, nadie tiene.
Con polvo químico y piso de tierra, caga uno, cagan dos, cagan tres, cuatro o cinco y la mierda se seca, no suelta olor, se apelotona y se comprime y al día siguiente se la puede sacar con las manos, sin asco, como si fuera piedra, o cagada de pájaros.”
Así, con una ecuación casi imposible, con una obra maestra, imaginando una tribu de soldados desertores unidos sólo por la necesidad, imaginando esas necesidades en lo más concreto, Fogwill empezó el mito de Fogwill, que tiene atributos varios. Uno de ellos, el de la profecía. Contaba que él escribió la derrota antes de que se anunciara. Contaba que en otro texto auguró el retorno de la democracia al mando de los radicales. Y que apostó plata por Alfonsín cuando todos creían que serían el peronismo y Lúder los ganadores.
Pero antes de que Fogwill fuera Fogwill así, a secas, fue Rodolfo Enrique. Nació en 1941 en Bernal, hijo único y el genio de la familia: a los cuatro leía, a los 16 ingresó en Medicina, de ahí se fue a Filosofía y Letras y de ahí a Sociología, de donde salió a los 23 con el diploma abajo del brazo. Desde ese momento hasta finales de los ‘70, se dedicó a hacer dinero en publicidad. Hizo mucho, contaba. Inventó eslóganes que son tan parte de la cultura nacional como “el sabor del encuentro”.
En 1980 cambió de vida. Tenía 39 años, acababa de publicar su primer libro de poemas, El efecto de la realidad, y ganó un concurso de cuentos de Coca-Cola. Ahí se decidió a ser escritor. Y a ayudar a otros que lo fueran. Fundó una editorial propia, Tierra Baldía, editó a poetas importantes y fundamentales como Osvaldo Lamborghini y Néstor Perlongher, que serían centrales para la literatura argentina que se empezó a escribir diez años después. Un gesto extraño. Es raro que un escritor se dedique a publicar a otros que son mejores que él. Y, en 1980, Perlongher y Lamborghini eran mucho más poetas que Fogwill. Ese es otro de los atributos del mito Fogwill: el de la generosidad con sus colegas. Atributo del que gozaron no sólo Perlongher y Lamborghini, sino muchos otros, como Fabián Casas, Martín Rodríguez, Martín Gambarotta, Sergio Raimondi, Hebe Uhart, Diego Meret y María Medrano, entre muchos otros a los que Fogwill no dudó en apoyar de diversos modos. Como mínimo, elogiándolos públicamente.
Entonces: Fogwill niño prodigio, publicista genial, rico, generoso, editor, cocainómano, Fogwill escribiendo durante la misma guerra la mejor novela sobre la guerra de Malvinas que se haya escrito hasta ahora. Faltan dos Fogwill: el provocador y el presidiario. Porque estuvo preso, acusado de estafa y esa es otra pata de su mito. Fue, también, en 1980: contaba Fogwill que la Secretaría de Información Pública estaba convencida de que sus publicidades televisivas tenían mensajes en contra de la familia y a favor del ERP –del que por entonces no quedaba nada–. Le cerraron las cuentas bancarias y lo procesaron por subversión económica. Con las cuentas cerradas y preso, Fogwill no pudo, claro, pagar sus deudas: entonces terminaron condenándolo por defraudación. Es decir por no pagar sus deudas.
El provocador se peleó con mucha gente: con las Madres de Plaza de Mayo, con Ricardo Piglia, con las campañas a favor del aborto, con Beatriz Sarlo, con el divorcio (él, que se separó muchas veces), con los propulsores del matrimonio gay (el matrimonio es “la institución más mierda que produjo la sociedad contemporánea”, argumentó), con Alan Pauls, con la legalización de la droga (que no se privó de consumir).
Hubo Fogwill polémico, pensando la literatura y empujando a los escritores jóvenes. Hubo Fogwill escribiendo de la mejor. Ojalá siguiera habiendo Fogwill.
Fogwill Básico
Novelista, poeta, cuentista y columnista, 1941-2010. Escribió más de 20 libros, entre ellos: “Mis muertos punk”, (1980), “La buena nueva” (1990), “Una pálida historia de amor” (1991), “Muchacha punk (1992)”, Vivir Afuera (1998), “La experiencia sensible (2001), “En otro orden de cosas” (2002) y “Runa” (2003). Sus “Cuentos Completos” se publicaron el año pasado en Alfaguara.
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